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31 de diciembre de 2005 | Santiago 21° | Personalizar | Buscar | | | Ed. Electrónica | Contacto |
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LaTercera / NacionalLa doctora Gisela Gruhlke de Seewald se encuentra procesada, tras confesar ante el ministro Jorge ZepedaLa historia de la pediatra que se puso al servicio de Schäfer para torturar niñosSu nombre y su figura son inolvidables para los ex habitantes de Villa Baviera que padecieron apremios y sobremedicación en el hospital del enclave. Sus víctimas dicen no estar dispuestas a perdonar lo que sufrieron.Claudia Urzúa, Héctor Cossio y Patricio Tapia, desde LinaresFecha edición: 31-12-2005
Gisela Gruhlke Hann, nacida en 1930, se recibió de médico pediatra en la Universidad de Hamburgo poco antes de partir a Chile. Junto a su marido, Gerd Seewald, fue una de las primeras en arribar al fundo de la ex Villa Baviera en la Séptima Región, a principios de los años 60. Ahí tuvieron a sus hijos Fritz (47 años, ex chofer de Paul Schäfer, actualmente prófugo), Irmtraut (40 años, quien vive en Alemania) e Iris (de 29 años, adoptada), quien permanece en el enclave. Antes de que Harmut Hopp se hiciera cargo del hospital de Villa Baviera y de su anexo -llamado Neukra-, la doctora dirigió durante tres años ambos establecimientos, con un celo tan marcado que ni su marido, ni las tres enfermeras que la acompañaban durante todo el día vestidas de blanco y con toca (María, Ingrid y Yuta, todas fallecidas) ni -por un buen tiempo- el propio Hopp tuvieron acceso a las fichas médicas de los colonos. De pequeña estatura, silenciosa y en apariencia sumisa, la doctora tiene una pierna ortopédica, resultado de un accidente automovilístico que sufrió unos cinco años antes de llegar a Chile. En estos últimos años reemplazó el bastón por una silla de ruedas eléctrica. La mujer profesa la religión bautista y tiene maneras piadosas. Cuando viaja invita a sus compañeros de camino a rezar con ella. El pasado lunes 26 declaró en Santiago ante el ministro Jorge Zepeda. Y confesó. Las torturas En cuanto llegó a Chile, Gisela Gruhlke intentó convalidar sus estudios de medicina en la U. de Concepción. Eran órdenes de Schäfer, quien pretendía que la mujer se especializara en siquiatría. Tras dos años de estudios, la mandó a buscar porque la necesitaba en el hospital. Allí, su labor consistía en administrar medicamentos sedantes -Valium 10 y Modicate- tanto a niños como a adultos, vía oral o a través de inyecciones y sin dudar en usar la fuerza si éstos se oponían. La ayudaban, entre otros, el holandés Kart van Berg, encargado de la vigilancia de los colonos en desgracia. Una máquina para electroshock llegó hacia 1962. Era del tamaño de una caja grande de detergente. Al poco tiempo, colonos de todas las edades llevaban sobre las sienes marcas de quemaduras redondas como monedas. Niños demasiado inquietos, pre-púberes en el despertar sexual, hombres y mujeres rebeldes, con causa o sin ella -muchos de los 300 habitantes que llegó a albergar Colonia Dignidad-, pasaron por el hospital y por los oficios de la doctora Seewald primero, y de Hopp después. A todos se les explicó que estaban enfermos. "Eran los peores, los demonios, pero ninguno resaltaba más que Schäfer, el líder", recuerda Heinz Kunz, de 73 años, ex colono que vive en Los Angeles. Tras su primer intento de fuga, el 1 de enero de 1968, fue capturado y llevado al hospital, donde por primera vez le aplicaron electroshock y fármacos. Tres semanas después de dicha experiencia -"una cruz pesada e inolvidable"- consiguió fugarse con éxito. Al igual que toda su red de colaboradores, la doctora Seewald obedecía a Schäfer como si éste fuera un dios. Pero, según relatan algunos colonos de la ex Villa Baviera, en estos últimos años ha cuestionado sus órdenes "divinas" y ha llegado a protagonizar sesiones íntimas de mea culpa con algunos cercanos. Wolfgang Müller, primer fugado de Colonia Dignidad en 1966, no se conmueve: "Es la típica actitud de quienes han perdido el poder", explica desde Alemania. "Puedo entender por qué hizo lo que hizo, pero justificarla nunca, ni tampoco perdonarla", agrega Kunz. Piensa, al igual que Müller, que una mujer que escuchó durante 40 años los gritos de niños torturados merece exactamente lo que tiene ahora: la cárcel.
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